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CAPTULO XI continuacin - Pag 39

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THE INTERIOR OF A HEART

Not improbably, it was to this latter class of men that Mr. Dimmesdale, by many of his traits of character, naturally belonged. To the high mountain peaks of faith and sanctity he would have climbed, had not the tendency been thwarted by the burden, whatever it might be, of crime or anguish, beneath which it was his doom to totter. It kept him down on a level with the lowest; him, the man of ethereal attributes, whose voice the angels might else have listened to and answered! But this very burden it was that gave him sympathies so intimate with the sinful brotherhood of mankind; so that his heart vibrated in unison with theirs, and received their pain into itself and sent its own throb of pain through a thousand other hearts, in gushes of sad, persuasive eloquence. Oftenest persuasive, but sometimes terrible! The people knew not the power that moved them thus. They deemed the young clergyman a miracle of holiness. They fancied him the mouth-piece of Heaven's messages of wisdom, and rebuke, and love. In their eyes, the very ground on which he trod was sanctified. The virgins of his church grew pale around him, victims of a ion so imbued with religious sentiment, that they imagined it to be all religion, and brought it openly, in their white bosoms, as their most acceptable sacrifice before the altar. The aged of his flock, beholding Mr. Dimmesdale's frame so feeble, while they were themselves so rugged in their infirmity, believed that he would go heavenward before them, and ened it upon their children that their old bones should be buried close to their young pastor's holy grave. And all this time, perchance, when poor Mr. Dimmesdale was thinking of his grave, he questioned with himself whether the grass would ever grow on it, because an accursed thing must there be buried!

It is inconceivable, the agony with which this public veneration tortured him. It was his genuine impulse to adore the truth, and to reckon all things shadow-like, and utterly devoid of weight or value, that had not its divine essence as the life within their life. Then what was he">In these lengthened vigils, his brain often reeled, and visions seemed to flit before him; perhaps seen doubtfully, and by a faint light of their own, in the remote dimness of the chamber, or more vividly and close beside him, within the looking-glass. Now it was a herd of diabolic shapes, that grinned and mocked at the pale minister, and beckoned him away with them; now a group of shining angels, who flew upward heavily, as sorrow-laden, but grew more ethereal as they rose. Now came the dead friends of his youth, and his white-bearded father, with a saint-like frown, and his mother turning her face away as she ed by. Ghost of a mother—thinnest fantasy of a mother—methinks she might yet have thrown a pitying glance towards her son! And now, through the chamber which these spectral thoughts had made so ghastly, glided Hester Prynne leading along little Pearl, in her scarlet garb, and pointing her forefinger, first at the scarlet letter on her bosom, and then at the clergyman's own breast.
None of these visions ever quite deluded him. At any moment, by an effort of his will, he could discern substances through their misty lack of substance, and convince himself that they were not solid in their nature, like yonder table of carved oak, or that big, square, leather-bound and brazen-clasped volume of divinity. But, for all that, they were, in one sense, the truest and most substantial things which the poor minister now dealt with. It is the unspeakable misery of a life so false as his, that it steals the pith and substance out of whatever realities there are around us, and which were meant by Heaven to be the spirit's joy and nutriment. To the untrue man, the whole universe is false—it is impalpable—it shrinks to nothing within his grasp. And he himself in so far as he shows himself in a false light, becomes a shadow, or, indeed, ceases to exist. The only truth that continued to give Mr. Dimmesdale a real existence on this earth was the anguish in his inmost soul, and the undissembled expression of it in his aspect. Had he once found power to smile, and wear a face of gaiety, there would have been no such man!
On one of those ugly nights, which we have faintly hinted at, but forborne to picture forth, the minister started from his chair. A new thought had struck him. There might be a moment's peace in it. Attiring himself with as much care as if it had been for public worship, and precisely in the same manner, he stole softly down the staircase, undid the door, and issued forth.

EL INTERIOR DE UN CORAZN

Probablemente que a esta clase perteneca el Sr. Dimmesdale tanto por temperamento como por educacin. Se habra remontado a las altas cimas de la fe y de la santidad, a no habrselo impedido el peso del crimen, de la angustia, o de lo que fuere, que le arrastraba hacia abajo. Este peso,—no obstante ser l un hombre de etreos atributos cuya voz hubieran escuchado tal vez los mismos ngeles,—le mantena al nivel de los ms humildes; pero al mismo tiempo le pona en ms ntima relacin con la humanidad pecadora, de modo que su corazn vibraba al unsono del de sta, comprendiendo sus dolores, y haciendo compartir los suyos propios a millares de corazones, por medio de su elocuencia melanclica y persuasiva, aunque a veces terrible. El pueblo culpable conoca el poder que de tal modo lo conmova. Las gentes pensaban que el joven ministro era un milagro de santidad: se imaginaban que por su boca hablaba el cielo, ya para consolarlas, ya para reprobarlas o bien para decirles palabras de amor o de sabidura. a sus ojos, el terreno que pisaba estaba santificado. Las jvenes doncellas de su iglesia se volvan cada vez ms plidas en torno suyo, vctimas de una pasin tan llena de sentimiento religioso, que imaginaban ser todo solamente religin, y la ofrecan pblicamente al pie de los altares como el ms aceptable de los sacrificios. Los ancianos de su feligresa, contemplando la delicada constitucin fsica del Sr. Dimmesdale, y comparndola con el vigor de las suyas, a pesar de la diferencia de edad, crean que les precedera en su viaje a la regin celestial, y recomendaban a sus hijos que enterrasen sus viejos restos junto a la santa fosa del joven ministro. Y mientras tanto, cuando el infortunado Sr. Dimmesdale pensaba en su sepultura, se preguntaba si sera posible que la hierba creciera sobre ella, puesto que all haba de enterrarse una cosa maldecida.
Es inconcebible la angustia de que le llenaba esta veneracin pblica! Adorar la verdad era en l un impulso genuino, as como considerar vaco, vano y completamente desprovisto de todo peso y valor, lo que no estaba vivificado por la verdad. Qu era l, pues? Algo corpreo, o la ms impalpable de las sombras? Anhelaba, por lo tanto, hablar una vez por todas desde lo alto de su plpito, y decir en alta voz, ante todo el mundo, lo que l en realidad era:—"Yo, a quien veis vestido con este negro traje del sacerdocio;—yo, que asciendo al sagrado plpito y levanto hacia el cielo el rostro plido tratando de ponerme en relacin, en nombre vuestro, con el Todopoderoso;—yo, en cuya vida diaria creis discernir la santidad de Enoch;—yo, cuyas pisadas, como suponis, dejan una huella luminosa en mi sendero terrenal, que servir a los peregrinos que vengan despus de m para guiarlos a la regin de los bienaventurados;—yo, que he puesto el agua del bautismo sobre la cabeza de vuestros hijos;—yo, que he repetido las ltimas preces por las almas de los que han partido para siempre;—yo, vuestro pastor, a quien tanto reverenciis y en quien tanto confiis, yo no soy ms que una mentira y una profanacin."
Ms de una vez el Reverendo Dimmesdale haba subido al plpito con el firme propsito de no descender hasta haber pronunciado palabras como las anteriores. Ms de una vez se haba limpiado la garganta, y tomado largo, profundo y trmulo aliento para librarse del tenebroso secreto de su alma. Ms de una vez,—no, ms de cien veces,—haba realmente hablado. Hablado! Pero cmo? Haba dicho a sus oyentes que l era un ser completamente abyecto, el ms abyecto entre los abyectos, el peor de los pecadores, una abominacin, una cosa de iniquidad increble; y que lo nico digno de sorpresa era que no viesen su miserable cuerpo calcinarse en su presencia por la ardiente clera del Todopoderoso. Poda darse un lenguaje ms claro que ste? No se levantaran los oyentes de sus asientos, por impulso simultneo, y le haran descender del plpito que estaba contaminando con su presencia? No; de ningn modo. Todos oyeron eso, y todos le reverenciaron mucho ms. No tenan la menor sospecha del terrible alcance de estas palabras con que l mismo se condenaba. "El excelente joven!—se decan unos a otros. El santo sobre la tierra! Ay! si en la pureza de armio de su alma puede l percibir semejante iniquidad, qu horrible espectculo no ver en la tuya o en la ma!"
Bien saba Dimmesdale,—hipcrita sutil, aunque lleno de remordimientos,—de qu modo se considerara esta vaga confesin. Haba tratado de forjarse una especie de ilusin, exponiendo al pblico el espectculo de una conciencia culpable, pero consigui solamente recargarse con un nuevo pecado, y agregar una nueva vergenza a la antigua, sin obtener siquiera el momentneo consuelo de engaarse a s mismo. Haba hablado la pura verdad, transformndola sin embargo en la falsedad ms completa. Y no obstante esto, por instinto, por educacin, por principios, amaba la verdad y aborreca la mentira como pocos hombres. Pero ante todas cosas, y ms que todo, se detestaba a s mismo.
Sus angustias ntimas le haban llevado a adoptar prcticas ms en armona con las de la iglesia catlica, que no con las de la protestante en que haba nacido y se haba educado. Encerrndose en su alcoba, bajo llave, se entregaba al empleo de la disciplina en su enfermo cuerpo. Con frecuencia este ministro protestante y puritano se las haba aplicado a las espaldas, rindose amargamente de s mismo al mismo tiempo, y fustigndose aun ms implacablemente a causa de esta risa amarga. Como otros muchos piadosos puritanos tena por costumbre ayunar; aunque no como ellos para purificar el cuerpo y hacerlo ms digno de la inspiracin celestial, sino de una manera rigorosa, hasta que le temblaban las rodillas, y como un acto de penitencia. Pasaba tambin en vela noche tras noche, algunas veces en completa obscuridad; otras alumbrado slo por la luz vacilante de una lmpara; y otras contemplndose el rostro en un espejo iluminado por la luz ms fuerte que le era posible obtener, simbolizando de este modo el constante examen interior con que se torturaba, pero con el cual no poda purificarse.
En estas prolongadas vigilias su cerebro se turbaba, y entonces crea ver visiones que flotaban ante sus ojos; quizs las perciba confusamente a la dbil luz que de ellas irradiaba, en la parte ms remota y obscura de su habitacin, o ms distintamente, y a su lado, reflejndose en el espejo. Ya era una manada de formas diablicas que hacan visajes al plido ministro, mofndose de l e invitndole a seguirlas; ya un grupo de brillantes ngeles que se remontaban al cielo, llenos de dolor, tornndose ms etreos a medida que ascendan. o eran los amigos de su juventud, ya muertos, y su padre, de blanca barba, frunciendo piadosamente el entrecejo, y su madre, que le volva el rostro al pasar por su lado. Espritu de una madre! Creo que habra arrojado una mirada de compasin a su hijo. Y luego, al travs de la habitacin que hacan tan horrible estas visiones espectrales, se desliz Ester Prynne, llevando de la mano a Perlita, en su traje color de escarlata, y sealando con el ndice, primeramente la letra que brillaba en su seno, y luego el pecho del joven eclesistico.
Ninguna de estas visiones le enga jams por completo. En cualquier instante, con un esfuerzo de su voluntad, poda convencerse de que no eran sustancias corpreas sino creaciones de su inquieta imaginacin; pero a pesar de todo, en cierto sentido, eran las cosas ms verdaderas y reales con que el pobre ministro tena ahora que hacer. En una vida tan falsa como la suya, el dolor ms indecible consista en que las realidades que nos rodean, destinadas por el cielo para sustento y alegra de nuestro espritu, se vean privadas de lo que constituye su propia vida y esencia. Para el hombre falso, el universo entero es falso, impalpable, y todo lo que palpa se convierte en nada. Y l mismo, mostrndose bajo un falso aspecto, se convierte en una sombra, o acaso cesa de existir. La nica verdad que continuaba dando al Sr. Dimmesdale una existencia real en este mundo, era la agona latente en lo ms recndito de su alma, y la no disfrazada expresin de la misma en todo su aspecto exterior. Si hubiera hallado una vez la facultad de sonrer, y presentar un rostro alegre, no habra sido el hombre que era.
En una de esas terribles noches que hemos tratado vanamente de describir, el ministro se levant sobresaltado de su asiento. Una nueva idea se le haba ocurrido. Podra haber un momento de paz en su alma. Vistindose con el mismo esmero que si fuera a desempear su sagrado ministerio, y precisamente de la misma manera, descendi las escaleras sin hacer ruido, abri la puerta y sali a la calle.

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