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CAPTULO XVII continuacin - Pag 53

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THE PASTOR AND HIS PARISHIONER

Hester Prynne was now fully sensible of the deep injury for which she was responsible to this unhappy man, in permitting him to lie for so many years, or, indeed, for a single moment, at the mercy of one whose purposes could not be other than malevolent. The very contiguity of his enemy, beneath whatever mask the latter might conceal himself, was enough to disturb the magnetic sphere of a being so sensitive as Arthur Dimmesdale. There had been a period when Hester was less alive to this consideration; or, perhaps, in the misanthropy of her own trouble, she left the minister to bear what she might picture to herself as a more tolerable doom. But of late, since the night of his vigil, all her sympathies towards him had been both softened and invigorated.

She now read his heart more accurately. She doubted not that the continual presence of Roger Chillingworth—the secret poison of his malignity, infecting all the air about him—and his authorised interference, as a physician, with the minister's physical and spiritual infirmities—that these bad opportunities had been turned to a cruel purpose. By means of them, the sufferer's conscience had been kept in an irritated state, the tendency of which was, not to cure by wholesome pain, but to disorganize and corrupt his spiritual being. Its result, on earth, could hardly fail to be insanity, and hereafter, that eternal alienation from the Good and True, of which madness is perhaps the earthly type.

Such was the ruin to which she had brought the man, once—nay, why should we not speak it"
"Thou shalt forgive me!" cried Hester, flinging herself on the fallen leaves beside him. "Let God punish! Thou shalt forgive!"

With sudden and desperate tenderness she threw her arms around him, and pressed his head against her bosom, little caring though his cheek rested on the scarlet letter. He would have released himself, but strove in vain to do so.

Hester would not set him free, lest he should look her sternly in the face. All the world had frowned on her—for seven long years had it frowned upon this lonely woman—and still she bore it all, nor ever once turned away her firm, sad eyes. Heaven, likewise, had frowned upon her, and she had not died. But the frown of this pale, weak, sinful, and sorrow-stricken man was what Hester could not bear, and live!

"Wilt thou yet forgive me?" she repeated, over and over again.
"Wilt thou not frown? Wilt thou forgive?"

"I do forgive you, Hester," replied the minister at length, with a deep utterance, out of an abyss of sadness, but no anger.

"I freely forgive you now. May God forgive us both. We are not, Hester, the worst sinners in the world. There is one worse than even the polluted priest! That old man's revenge has been blacker than my sin. He has violated, in cold blood, the sanctity of a human heart. Thou and I, Hester, never did so!"

EL PASTOR DE ALMAS Y SU FELIGRESA

Ester Prynne comprendi ahora perfectamente el mal inmenso hecho a este hombre desgraciado, y de que era ella responsable, al dejarle permanecer por tantos aos, ms aun, por un solo momento, a la merced de un hombre cuyo propsito y objeto no podan ser sino perversos. La sola proximidad de este enemigo, bajo cualquiera mscara que quisiera ocultarse, era ya suficiente para perturbar un alma tan delicadamente sensible como la de Arturo Dimmesdale. Hubo cierto tiempo en que Ester no se dio bastante cuenta de todo esto; o quizs, en la profunda contemplacin de su propia desgracia, dej que el ministro soportara lo que ella podra imaginarse que era un destino ms tolerable. Pero ltimamente, desde la noche aquella de su vigilia, sinti profunda compasin hacia l, pues poda leer ahora con ms acierto en su corazn. No dudaba que la continua presencia de Roger Chillingworth,—infectando con la ponzoa de su malignidad el aire que le rodeaba,—y su intervencin autorizada, como mdico, en las dolencias fsicas y espirituales del ministro, no dudaba, no, que todas esas oportunidades las haba aprovechado para fines aviesos. S, esas oportunidades le haban permitido mantener la conciencia de su paciente en un estado de irritacin constante, no para curarle por medio del dolor, sino para desorganizar y corromper su ser espiritual. Su resultado en la tierra sera indudablemente la locura; y ms all de esta vida, aquel eterno alejamiento de Dios y de la Verdad, del que la locura es acaso el tipo terrestre.
tal estado de infortunio y miseria haba ella trado al hombre que en otro tiempo,—y, por qu no decirlo?—que aun amaba apasionadamente! Ester comprendi que el sacrificio del buen nombre del eclesistico y hasta la muerte misma, como se lo haba dicho a Roger Chillingworth, habran sido infinitamente preferibles a la alternativa que ella se haba visto obligada a escoger. Y ahora, ms bien que tener que confesar este funesto error, hubiera querido arrojarse sobre las hojas de la selva y morir all a los pies de Arturo Dimmesdale.
—Oh Arturo!—exclam Ester,—perdname! En todas las cosas de este mundo he tratado de ser sincera y atenerme a la verdad. La nica virtud a que poda haberme aferrado, y a la que me aferr fuertemente hasta la ltima extremidad, ha sido la verdad; en todas las circunstancias lo hice, excepto cuando se trat de tu bien, de tu vida, de tu reputacin; entonces consent en el engao. Pero una mentira nunca es buena, aun cuando la muerte nos amenace, No adivinas lo que voy a decir?... Ese anciano,—ese mdico,—ese a quien llaman Roger Chillingworth... fue mi marido!
Arturo Dimmesdale la mir un instante con toda aquella violenta pasin que,—entrelazada de ms de un modo a sus otras cualidades ms elevadas, puras y serenas,—era en realidad la parte a que diriga sus ataques el enemigo del gnero humano, y por medio de la cual trataba de ganar todo el resto. Nunca hubo en su rostro una expresin de clera tan sombra y feroz como la que entonces vio Ester. Durante el breve espacio de tiempo que dur, fue verdaderamente una horrible transformacin. Pero el carcter de Dimmesdale en tal manera se haba debilitado por el sufrimiento, que aun esos arranques de energa de un grado inferior no podan durar sino un rpido momento. Se arroj al suelo y sepult el rostro entre las manos.
—Deba haberlo conocido!—murmur.—S: lo conoc, No me revel ese secreto la voz ntima de mi corazn desde la primera vez que le v, y despus cuantas veces le he visto desde entonces? Por qu no lo comprend? Oh Ester Prynne! qu poco, qu poco conoces todo el horror de esto! Y la vergenza!... la vergenza!... la horrible fealdad de exponer un corazn enfermo y culpado a las miradas del hombre que con ello tanto haba de regocijarse!... Mujer, mujer, t eres responsable de esto!... Yo no puedo perdonarte!
—S, s; t tienes que perdonarme,—exclam Ester arrojndose junto a l sobre las hojas del suelo.—Castgueme Dios, pero t tienes que perdonarme!
Y con un rpido y desesperado arranque de ternura le rode el cuello con los brazos y le estrech la cabeza contra su seno, sin cuidarse de si la mejilla del ministro reposaba sobre la letra escarlata. Dimmesdale, aunque en vano, intent desasirse de los brazos que as le estrechaban. Ester no quiso soltarle por temor de que fijase en ella una mirada severa. El mundo entero la haba rechazado, y durante siete largos aos haba mirado con ceo a esta pobre mujer solitaria,—y ella lo haba sufrido todo, sin devolver siquiera al mundo una mirada de sus ojos firmes, aunque tristes. El cielo tambin la haba mirado con ceo, y ella no haba sucumbido sin embargo. Pero el ceo de este hombre plido, dbil, pecador, a quien el pesar abata de tal modo, era lo que Ester no poda soportar y seguir viviendo.
—No me quieres perdonar? No quieres perdonarme?—repeta una y otra vez.—No me rechaces! Me quieres perdonar?
—S, te perdono, Ester,—replic el ministro al fin, con hondo acento salido de un abismo de tristeza, pero sin clera.—Te perdono ahora de todo corazn. As nos perdone Dios a entrambos. No somos los ms negros pecadores del mundo, Ester. Hay uno que es aun peor que este contaminado ministro del altar! La venganza de ese anciano ha sido ms negra que mi pecado. a sangre fra ha violado la santidad de un corazn humano. Ni t ni yo, Ester, jams lo hicimos.

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